lunes, septiembre 24, 2007

Banfield

El olfato es un gran desencadenante de recuerdos (entre otras cosas). Ya hablé de esto en otro momento.
Acá, sentado en la oficina, sentí olor a la espuma de afeitar Palmolive. No la que ahora viene como espuma en aerosol, sino aquella pasta del frasquito verde retacón, con tapa blanca, dentro del cual se revolvía la brocha para espumar. Y volvió por un momento Banfield. Y el tío Bebe afeitándose los domingos a la mañana, cuando yo reptaba fuera de la cama antes que los demás, que se habían quedado jugando a la generala y al scrabble hasta tarde. Su risa seca y afable, la brocha revolviéndose en el platito de metal, el banquito de madera. ¿Acaso alguna vez notamos las pequeñas cosas que marcan la memoria de un niño?. Esa impronta de mi tío abuelo, más bueno que no se qué, el tacto de la madera, y sus pajaritos, todo está presente.
El sol de Diciembre calentaba las terrazas de cerámicos rojos y las veredas. Las baldositas cuadradas que yo miraba y miraba al caminar por Maipú. La farmacia vieja y hacerse la señal de la cruz al pasar por la iglesia sin saber por qué. Los postigos pintados de verde agua, testigos de la devoción futbolera, tan reales como los postigos pintados de morado en el vecino Lanús.
Las heladerías con hamacas, los adoquinez -si, con z para mí también- y el 160 doblando rápido frente a la vereda llena de tilo, y de esas otras pelotitas cuyo nombre nunca supe.
Es demasiado, y es inútil enumerar. No puedo decirles cómo es, cómo era. Piensen en su infancia, en esos lugares que visitaban poco, pero que significaban mucho. Tal vez así lo sientan.